Ha pasado un mes desde que supe lo de Abraham. Y reconozco que si no he escrito antes sobre su muerte ha sido porque no sabía qué decir. La primera vez que le ví fue en la entrada del Hospital Puerta de Hierro, menudo, frágil… un «niño» tirando de su carrito de óxigeno. Después nos conocimos y no dudó en que mantuviéramos una conversación sobre su enfermedad, fibrosis quística.
Abraham era de Canarias y se encontraba a la espera de un trasplante pulmonar cuando nos conocimos y publiqué la conversación. Se había trasladado a Madrid donde vívia con familares que se turnaron durante el tiempo que duró la espera.
Recuerdo como se arregló para la entrevista, cómo se emocionó durante la misma y también cómo se afanaba en buscar y rodearse de gente que le quisiera… si lo logró o no en sus últimos meses de vida tampoco lo sé, pero al recordarlo hoy hay algo que destacaría de él: su capacidad de soñar. Tenia proyectos para después del trasplante que lo mantenían con esperanza, vivo: quería montar una peluquería, ser modelo… Había conseguido que esa frase o actitud tan actual «vivir al día» no mermara su capacidad de desear una vida nueva llena de proyectos pese a su estado de salud, frágil y vulnerable a cualquier infección…
El de Abraham fue un caso difícil antes y después del trasplante, pero me consta que le valió la pena cada día de su vida, antes y después también gracias a saber forjar y luchar por alcanzar sus sueños.
Vivir al día sí, pero siempre con las puertas abiertas a la esperanza eso es lo que recordaré de tí, Abraham.
Te mando un abrazo muy fuerte ¡allá donde estés!